El mejor lugar: el corazón de Jesús

43. Aunque en las Escrituras tenemos su Palabra siempre viva y actual, a veces Jesús nos habla interiormente y nos llama para llevarnos al mejor lugar. Ese mejor lugar es su propio corazón. Nos llama para hacernos entrar allí donde podemos recuperar las fuerzas y la paz: «Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré» (Mt 11,28). Por eso pidió a sus discípulos: «Permanezcan en mí» (Jn 15,4).
44. Las palabras que Jesús decía indicaban que su santidad no eliminaba los sentimientos. En algunas ocasiones mostraban un amor apasionado, que sufre por nosotros, se conmueve, se lamenta, y llega hasta las lágrimas. Es evidente que no le dejaban indiferente las preocupaciones y angustias comunes de las personas, como el cansancio o el hambre: «Me da pena esta multitud, […] no tienen qué comer […], van a desfallecer en el camino, y algunos han venido de lejos» (Mc 8,2-3).
45. El Evangelio no oculta los sentimientos de Jesús hacia Jerusalén, la ciudad amada: «Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, se puso a llorar por ella» (Lc 19,41) y expresó su mayor anhelo: «¡Si tú también hubieras comprendido en este día el mensaje de paz!» (v. 42). Los evangelistas, si bien a veces lo muestran poderoso o glorioso, no dejan de manifestar sus sentimientos ante la muerte y el dolor de los amigos. Antes de contar que frente a la tumba de Lázaro «Jesús lloró» (Jn 11,35), el Evangelio se detiene a decir que «Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Jn 11,5) y que, viendo llorar a María y a los que la acompañaban "se conmovió interiormente y se turbó" (cf. Jn 11,33). La narración no deja dudas de que se trataba de un llanto sincero, que brotaba de una perturbación interior. Finalmente, tampoco se quiso disimular la angustia de Jesús ante la propia muerte violenta en manos de los que él tanto amaba: «comenzó a sentir temor y a angustiarse» (Mc 14,33), hasta decir: «Mi alma siente una tristeza de muerte» (Mc 14,34). Esta conmoción interna se expresa con toda su fuerza en el grito del Crucificado: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34).
46. Todo lo dicho, si se mira superficialmente, puede parecer mero romanticismo religioso. Sin embargo, es lo más serio y lo más decisivo. Encuentra su máxima expresión en Cristo clavado en una cruz. Esa es la palabra de amor más elocuente. Esto no es cáscara, no es puro sentimiento, no es diversión espiritual. Es amor. Por eso cuando san Pablo buscaba las palabras justas para explicar su relación con Cristo dijo: «Me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20). Esa era su mayor convicción, saberse amado. La entrega de Cristo en la cruz lo subyugaba, pero sólo tenía sentido porque había algo más grande todavía que esa entrega: «Me amó». Cuando muchas personas buscaban en diversas propuestas religiosas su salvación, su bienestar o su seguridad, Pablo, tocado por el Espíritu, fue capaz de mirar más allá y de maravillarse por lo más grande y fundamental: «Me amó».
47. Después de contemplar a Cristo, viendo lo que sus gestos y palabras nos dejan ver de su corazón, recordemos ahora cómo reflexiona la Iglesia sobre el misterio santo del Corazón del Señor.