Amor sensible del corazón de Cristo

59. Amor y corazón no están necesariamente unidos, porque en un corazón humano pueden reinar el odio, la indiferencia, el egoísmo. Pero no alcanzamos nuestra humanidad plena si no salimos de nosotros mismos, y no llegamos a ser enteramente nosotros mismos si no amamos. De manera que el centro íntimo de nuestra persona, creado para el amor, sólo realizará el proyecto de Dios cuando ame. Así, el símbolo del corazón al mismo tiempo simboliza el amor.
60. El Hijo eterno de Dios, que me trasciende sin límites, quiso amarme también con un corazón humano. Sus sentimientos humanos se vuelven sacramento de un amor infinito y definitivo. Su corazón no es entonces un símbolo físico que sólo expresa una realidad meramente espiritual o separada de la materia. La mirada dirigida al Corazón del Señor contempla una realidad física, su carne humana, que hace posible que Cristo tenga emociones y sentimientos bien humanos, como nosotros, aunque plenamente transformados por su amor divino. La devoción debe llegar al amor infinito de la persona del Hijo de Dios, pero necesitamos expresar que es inseparable de su amor humano, y para ello nos ayuda la imagen de su corazón de carne.
61. Si todavía hoy el corazón se percibe en el sentir popular como el centro afectivo de cada ser humano, es lo que mejor puede significar el amor divino de Cristo unido para siempre y de modo inseparable a su amor íntegramente humano. Ya Pío XII recordaba que la Palabra de Dios «al describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano. […] No hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible». [36]
62. En los Padres de la Iglesia, frente a algunos que negaban o relativizaban la verdadera humanidad de Cristo, encontramos una fuerte afirmación de la realidad concreta y tangible del afecto humano del Señor. Así, san Basilio destacaba que la encarnación del Señor no era algo fantasioso, sino que «el Señor poseyó los afectos naturales». [37] San Juan Crisóstomo proponía un ejemplo: «Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera experimentado una y más veces la tristeza». [38] San Ambrosio afirmaba: «Ya que tomó el alma, tomó las pasiones del alma». [39] Y san Agustín presentaba los afectos humanos como una realidad que, una vez asumida por Cristo, ya no es ajena a la vida de la gracia: «Nuestro Señor Jesucristo tomó estos afectos de la humana flaqueza, lo mismo que la carne de la debilidad humana, y la muerte, de la carne humana, no por imposición de la necesidad, sino por consideración voluntaria […] de suerte que, si a alguno de ellos le aconteciere contristarse y dolerse en las tentaciones humanas, por esto no se juzgase ajeno a su gracia». [40] Finalmente, san Juan Damasceno consideraba que esta experiencia afectiva real de Cristo en su humanidad es muestra de que asumió íntegra y no parcialmente nuestra naturaleza, para redimirla y transformarla entera. Cristo, pues, asumió todos los elementos que componen la naturaleza humana, a fin de que todos ellos fueran santificados. [41]
63. Vale la pena recoger aquí la reflexión de un teólogo, quien reconoce que, por el influjo del pensamiento griego, la teología durante mucho tiempo relegó el cuerpo y los sentimientos al mundo de lo «prehumano, infrahumano o tentador de lo verdaderamente humano», pero «lo que no resolvió la teología en teoría lo resolvió la espiritualidad en la práctica. Ella y la religiosidad popular han mantenido viva la relación con los aspectos somáticos, psicológicos, históricos de Jesús. Los Vía Crucis, la devoción a sus llagas, la espiritualidad de la preciosa sangre, la devoción al corazón de Jesús, las prácticas eucarísticas […]: todo ello ha suplido los vacíos de la teología alimentando la imaginación y el corazón, el amor y la ternura para con Cristo, la esperanza y la memoria, el deseo y la nostalgia. La razón y la lógica anduvieron por otros caminos». [42]